lunes, 29 de julio de 2013

EL OBISPO ANGELELLI Y EL PACTO DE LAS CATACUMBAS



Luis Miguel Baronetto[1]
           A 37 años del martirio de Mons. Angelelli, y en las vísperas del juicio a los militares imputados de su homicidio, vale incorporar nuevos elementos de contexto que explican la furia de sus perseguidores. Investigaciones recientes han permitido conocer la participación en 1965 del entonces joven obispo auxiliar de Córdoba en Roma, junto a otros padres conciliares, en la firma del Pacto de Las Catacumbas, cuyo cumplimiento en absoluta fidelidad explicará las razones primeras de la persecución, la difamación, las amenazas y finalmente el atentado criminal del 4 de agosto de 1976, que terminó con su vida.
            Las catacumbas eran los lugares de encuentro clandestino de los cristianos perseguidos por el imperio romano al propugnar un estilo de vida diferente, subvirtiendo el orden establecido. Allí celebraban en comunidad y se fortalecían en su compromiso fraternal, de ayudarse, compartir sus bienes, predicar la justicia y mostrar un modelo de sociedad donde “ninguno padecía necesidad”. (Hech. 4,34). Y eso era motivo de persecución y martirio en los circos de Roma, en los primeros años del cristianismo. Las catacumbas fueron el lugar de las comunidades cristianas para enfrentar al Imperio.
            En una de esas catacumbas, la de Santa Domitila, 42 obispos de diversos países el 16 de noviembre de 1965, pocos días antes de clausurarse el Concilio Ecuménico Vaticano II, concelebraron la misa y firmaron el Pacto de las Catacumbas. Entre esos pocos obispos estuvo Mons. Enrique Angelelli. Él y Mons. Alberto Devoto, de la diócesis de Goya fueron los únicos firmantes de Argentina.[2]
            Decían en ese documento:
                        1 – Procuraremos vivir según el modo ordinario de nuestra población en lo que concierne a casa, comida, medios de locomoción, y a todo lo que de ahí se desprende. Mt. 5,3; 6,33-34; 8,20.
                        10 – Haremos todo lo posible para que los responsables de nuestro gobierno y de nuestros servicios públicos decidan y pongan en práctica las leyes, estructuras e instituciones sociales que son necesarias para la justicia, la igualdad y el desarrollo armónico y total de todo el hombre y de todos los hombres, y, así para el advenimiento de un orden social, nuevo, digno de hijos de hombres y de hijos de Dios. Hech. 2, 44-45; 4,32-35; 5,4; 2 Cor. 8 y 9; 1 Tim. 5,16.
Estas son dos de las 13 cláusulas que integran el Pacto de las Catacumbas. Se trataba de un compromiso asumido personal y colectivamente de vivir la pobreza, de mostrar el rostro de una Iglesia servidora y pobre, y de trabajar para “la adopción de estructuras económicas y culturales que no fabriquen naciones pobres en un mundo cada vez más rico, sino que permitan que las mayorías pobres salgan de la miseria.”(11,b). A este documento adhirieron después otros quinientos obispos de los 2.500 participantes del Concilio.
Empezando por casa, como quien dice, en el Pacto de las Catacumbas la mayor parte de las cláusulas expresaban la decisión de los obispos por un modo de vida en la pobreza, “para ser fieles al espíritu de Jesús”, acompañando a “los trabajadores y económicamente débiles”. Lo primero era un testimonio hacia el interior de la Iglesia  (“ni oro ni plata, no posesión de bienes muebles e inmuebles, ni cuentas en los bancos, eliminación de títulos de poder, como Eminencia, Excelencia…”). Un ejemplo importante para ser más eficaces en su misión. Un paso imprescindible para contribuir a modificar las realidades sociales exigiendo a los gobiernos las medidas “necesarias para la justicia, la igualdad y el desarrollo armónico de todo el hombre y de todos los hombres”. Propugnaban además “el advenimiento de un orden social, nuevo, digno de hijos de hombres y de hijos de Dios”.
 Este “Pacto” fue precursor de otro documento colectivo firmado el 15 de agosto de 1967. El “Manifiesto de 18 obispos del Tercer Mundo”, encabezado por el Arzobispo Hélder Camara, tuvo repercusión mundial, especialmente en nuestro país porque dio origen a lo que luego se llamó Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo. “Los cristianos – dijeron los obispos en ese Manifiesto – tienen el deber de mostrar que el verdadero socialismo es el cristianismo integralmente vivido, en el justo reparto de los bienes y la igualdad fundamental de todos. Lejos de contrariarse con él, sepamos adherirlo con alegría, como a una forma de vida social mejor adaptada a nuestro tiempo y más conforme con el espíritu del Evangelio. Así evitaremos que algunos confundan Dios y la religión con los opresores del mundo de los pobres y de los trabajadores, que son, en efecto el feudalismo, el capitalismo y el imperialismo”[3].  

1968: Angelelli en La Rioja

Cuando el obispo Angelelli asumió en La Rioja, en agosto de 1968, profundizó su compromiso en coherencia con lo que ya era una opción fundamental de su vida. La pobreza riojana golpeó su corazón; y su pastoral – palabra y acción – empezó a molestar a los poderosos que vieron amenazados sus ancestrales privilegios. “Deben caer – dijo en su primer reportaje – una serie de sistemas que son causantes de las injusticias, de los desencuentros.”
Como Angelelli, el obispo Devoto, en Goya (Corrientes) – el otro firmante - también sufrió la temprana persecución a principios de los años 70. Laicos/as y religiosos/as que con su acción cuestionaban el sistema capitalista fueron perseguidos y encarcelados. La doctrina de seguridad nacional, que a partir de 1976 mostraría su cara más terrorífica, advertía que - como en tiempos del imperio romano - no se debía modificar el estilo de vida “occidental” y ahora “cristiano”.
A Enrique Angelelli le atribuyeron diversas ideologías. No las necesitó. Le alcanzó lo mamado en el Evangelio. Y las búsquedas y reflexiones colectivas que selló con su firma. Aquella “buena noticia para los pobres” del Carpintero que terminó crucificado por el imperio, era un peligro mayor, porque desde las entrañas de la propia cultura, con el sincretismo consustancial al proceso histórico latinoamericano, se potenciaba la voz liberadora de los pobres contra el sistema de explotación. Esa pastoral diocesana en La Rioja fue duramente golpeada aquel 4 de agosto, ante el silencio de báculos y mitras. Pero aquella semilla regada con su sangre va emergiendo. A 37 años de su martirio, el reclamo de justicia se hará realidad con la condena de sus asesinos. Derrotada la impunidad, los pobres y los jóvenes, como profetas de un pueblo que sigue luchando por la justicia, - como decía Mons. Angelelli – seguirán señalando nuevos caminos en la construcción de la sociedad justa, fraterna y solidaria.


[1] Querellante en la Causa por el homicidio a Mons. Angelelli, en La Rioja y Director de la Revista Tiempo Latinoamericano, de Córdoba.
[2] La información hasta ahora desconocida por nosotros ha sido publicada en el reciente libro de Marta Diana, “Buscando el Reino”, Planeta, Bs. As., pags. 23-25. Y confirmada documentalmente por nuestro amigo brasileño P. Oscar Beozzo, historiador y teólogo de la liberación, en su investigación de los archivos conciliares N° 91, del obispo belga Charles Marie Himmer, también firmante del Pacto.
[3] Manifiesto de los Obispos del Tercer Mundo, del 15 de agosto de 1967. Publicado en el semanario francés “Temoignage Chrétien”, el 31/8/67, Pf. 14,b.- Traducido por el CIDOC – Centro Intercultural de Información, Doc. 67/35, Cuernavaca, México, 1967.