jueves, 15 de septiembre de 2011

De las memorias del Pastor Helmut Frenz, en su momento obispo de nuestra iglesia hermana, la Iglesia Evangélica Luterana de Chile, expulsado por Pinochet el 3 de octubre de 1975


“El 5 de octubre de 1973 la Iglesia Católica Romana, la Iglesia Ortodoxa, la Iglesia Evangélica Metodista y la Iglesia Evangélica Luterana de Chile formaron el “Comité Nacional de Ayuda a los Refugiados”, bajo el mandato del Alto Comisionado de la Naciones Unidas para los Refugiados.
La Iglesia Católica de Santiago inmediatamente ofreció sus instalaciones para este trabajo, de modo que varios miles de refugiados pudieron encontrar refugio y ayuda humanitaria en estos edificios.

Como “Comité Nacional de Ayuda a los Refugiados” fuimos de los primeros que obtuvimos acceso a los prisioneros en los estadios de fútbol. Pronto logramos que se liberen los primeros prisioneros: Para nosotros son los testigos más importantes sobre lo sucedido en los días del golpe y la situación en los campos de concentración. Lo que nos cuentan es aún muchísimo más terrible de lo que habíamos temido: Oímos testimonios concretos sobre ejecuciones arbitrarias y se nos informa acerca del centro de torturas del Estadio Nacional.

Una temprana mañana de octubre observo que hay un grupo de personas mirando con mucha atención las espumosas aguas del Mapocho: El río está arrastrando un gran número de cadáveres hacia el centro de Santiago. Trato de contarlos: Son más de 15.
Del Hotel Sheraton salen presurosos varios periodistas conm sus cámaras para filmar y fotografiar: En ese momento aparece el ejército y dispersa a la gente a los gritos de “¡Nadie se quede parado! ¡Sigan, está prohibido fotografiar!”
Lo que he visto me aterra: Evidentemente debe haber habido una verdadera masacre, y los muertos simplemente son tirados al río y flotan –¿quizás con fin intimidatorio?- a través de la capital Santiago. Y a pesar de que deben existir  muchos testigos personales, los medios no informan absolutamente nada de estas atrocidades.

Pero nosotros como cristianos  no podemos quedarnos con los brazos cruzados, por eso organizamos desde el Comité de Derechos Humanos de las iglesias una guardia fluvial: En el oeste de Santiago, donde el Mapocho sale de la ciudad, apostamos guardias para recuperar los cadáveres que arrastra el río. Queremos identificar y sepultar los muertos. De este modo durante las semanas posteriores al golpe salvamos los cuerpos de muchas personas fusiladas: Muchos de ellos tienen evidentes señales de tortura y maltrato. Entre los recuperados se encuentran también 2 personas gravemente heridas pero con vida: Ellos son para nosotros testigos fundamentales. Nos informan de las masacres nocturnas: Las personas –casi siempre hombres jóvenes – simplemente son llevados a la ribera del Mapocho y ametrallados hacia dentro de las aguas. Es un milagro, que dos de estos hombres hayan sobrevivido la lluvia de balas. Para los hechos son absolutamente claros: Un gobierno criminal ha tomado el poder en Chile. También los otros pastores de nuestra iglesia hacen las mismas experiencias que yo: Ellos tampoco se callan en sus congregaciones – Y también ellos igual que yo mismo son difamados como comunistas y terroristas.

El 13 de noviembre de 1974 a las 9,45 hs. Pinochet nos recibe al Obispo Ariztia –delegado del Cardenal Silva Enriquez- y a mi en el piso 11 del edificio Diego Portales, provisoria casa de gobierno desde que la Casa de la Moneda fuera bombardeada el 11 de setiembre de 1973.
Está solo en su despacho, firme como una vela en su uniforme de general, ambas manos con los dedos tensos apretados sobre el escritorio. Detrás la bandera chilena: Presidente – General – Dictador, todo en una persona. Exigiendo respeto e infundiendo terror.

“¡Señores, tomen asiento!”
Nos sentamos en un sillón de cuero marrón; nos presentamos y presentamos nuestro trabajo.
Le entregamos una amplísima documentación. Mientras le expresamos nuestras quejas el general repasa con mucho interés página por página.
Cuando repetimos por enésima vez que la DINA emplea “presiones físicas” durante los interrogatorios de las víctimas nos interrumpe abruptamente:
”¿Ustedes están hablando de tortura?”
Lo afirmamos y desde ese momento hablamos sin ningún reparo ni eufemismo abiertamente con Pinochet de lo que sucede y cuál es nuestra misión: Que en Chile todos los días y sistemáticamente la gente es torturada de modo inhumano, degradante y cruel por la policía secreta y otros órganos estatales. Le decimos que en el Chile de Pinochet la tortura es un método básico del aparato represivo.
“Y para fundamentar nuestras quejas y denuncias, señor general, le presentamos estos documentos”.

Terminamos nuestra exposición, y Pinochet sigue hojeando en nuestra documentación sobre la tortura. Va por el capítulo que demuestra la desaparición sistemática de las personas detenidas y secuestradas, y se topa con el nombre del sacerdote español Antonio Llidó. El obispo Ariztía quiere agregar datos puntuales sobre el destino del desaparecido padre Antonio cuando Pinochet lo interrumpe violentamente, apuntando con su dedo índice a la fotografía del sacerdote desaparecido:
”¡Éste aquí, éste no es un sacerdote, éste es un terrorista!”

Y sin darnos oportunidad para entablar una discusión Pinochet comenzó con algo así como un breve discurso militar final:
”Señores míos, la cuestión es la siguiente: Ustedes dos son sacerdotes y trabajan en la iglesia y pueden darse el lujo de ser misericordiosos y bondadosos. Yo soy un soldado y como jefe de estado cargo sobre mi la responsabilidad por todo el pueblo chileno. Este pueblo está infectado por el bacilo del comunismo y por eso debo exterminar el comunismo. Es imprescindible torturar a los comunistas, ya que de lo contrario no “cantan”. La tortura es necesaria para erradicar al comunismo desde las raíces”.
Con estas palabras dio por terminada la audiencia.

Nos habíamos preparado para cualquier cosa, pero no para esta justificación abierta de la tortura.
Yo había pensado que iría a negar vehementemente la aplicación de la tortura por parte de su gobierno o que iría a tratar de presentarla como un exceso no querido cuyos responsables supuestamente serían castigados por su gobierno.
En lugar de todo ello presenciamos una justificación abierta de esta práctica tan aberrante como inhumana y degradante”.

                                                                                  Traducción: Arturo Blatezky