Por: Julio C. Gambina
5 de abril de 2013
Por
estas horas todos hablan de la tormenta que asoló la Capital Federal, el Gran
Buenos Aires, y especialmente a la ciudad de La Plata, con un saldo elevado de
50 muertes evitables y miles de afectados con secuelas aún no evaluadas, no
solo económicas, sino humanas, de salud, e incluso culturales.
Lo
mejor provino de la solidaridad social. Lo peor de la imprevisión pública ante
situaciones de catástrofes.
Por
muchas razones, entre otras el cambio climático, resulta recurrente que se
presenten situaciones catastróficas, no solo en Argentina, sino en el mundo.
Un
imperativo de la época es analizar las consecuencias del cambio climático y
prevenirlas y más aún, combatirlas.
Eso
nos lleva al modelo productivo hegemónico a escala mundial que degrada a la
naturaleza, que la agrede en múltiples formas, con monocultivos, e
industrialización acompañada de organismos genéticamente modificados, todo con
el afán del crecimiento para satisfacer objetivos de lucro empresario, más que
en atender necesidades alimentarias de la población.
Es
por ello que buena parte de la producción del agro se utiliza para producir
energía. Así, la energía disputa con la alimentación la utilización de la
producción agraria. Es una mayor producción disputada para alimentar personas o
máquinas. La consecuencia sobre la naturaleza es gravosa, afectando el
metabolismo natural y la huella ecológica, con lo que se consume más naturaleza
que la que se puede auto reproducir.
Pero
esa rentabilidad acrecida es también utilizada en el negocio inmobiliario con
fines especulativos, sin planificación del hábitat para el vivir bien de la
población en su conjunto. El proceso de urbanización resulta de la aplicación
de ganancias al negocio de la construcción, más como resguardo de inversión que
para satisfacer la necesidad de techo de una población cercana a los 5 millones
de personas. Lo curioso es que existen tantas construcciones vacías, producto
de la valorización inmobiliaria, como demandantes de vivienda propia sin
posibilidad de acceso. En rigor, no solo ladrillos, sino que también se
orientan las inversiones hacia el parque automotor que inunda de hormigón el
espacio público.
Las
inundaciones y sus consecuencias sociales son adjudicadas a la naturaleza, y es
cierto, pero convengamos también que esa naturaleza está condicionada por el
tipo de modelo productivo y de desarrollo en curso.
Como
siempre el interrogante es ¿qué hacer? Obvio que la mirada se asienta sobre el
Estado, en tanto sujeto que establece las normas de funcionamiento de la
sociedad.
Algunos
se sorprenden por la crítica de los afectados por las inundaciones a los
gobernantes, sin reparar en la sensación de abandono que sienten los
perjudicados directos. Estos dirigen la bronca hacia la ausencia del Estado,
sus funcionarios o representantes, en el lugar de los hechos, aún cuando se ven
escasos contingentes de ayuda municipal, provincial o nacional, con efectivos
de policía, ejército o gendarmería.
No
alcanza lo que hay. Hace falta planificar con antelación la disposición de
recursos financieros y personal para atender la logística ante catástrofes,
algo inexistente en la Argentina.
Es
que el Estado no tiene como principal función satisfacer este tipo de demandas
sociales, sino que es una institución para resguardar el orden capitalista,
especialmente reformado en la década del 90´ para atender las necesidades del capital
más concentrado. Los cambios operados en materia de intervención estatal en los
últimos años no atacan el núcleo duro de la regresiva reestructuración del
decenio pasado.
A
modo de ejemplo podemos anotar que en el mismo momento que se evaluaban los
daños por la inundación, se disponía de más de 3.300 millones de dólares de las
reservas internacionales para cancelar deuda con los organismos
internacionales. Las cancelaciones de deuda pública constituyen el gasto más
importante del país, por encima de la contribución presupuestal a la salud y a
la educación, y prácticamente nada a la prevención ante catástrofes como la
ocurrida.
Duele
la comparación con países como Cuba, acostumbrada a tifones y huracanes con las
consabidas consecuencias sobre bienes físicos, pero con un detallado programa
para salvaguardar la vida. Es un logro planificado por años, que en nuestro
país no existe.
Es
hora de discutir el privilegio del gasto público. Se puede estudiar cómo actúan
otras sociedades y aplicar esas conclusiones para que él “nunca más”, no solo
remita a procesos dictatoriales, sino que exprese nuevas funciones del Estado,
en todos los ámbitos, para privilegiar el vivir bien de toda la población,
antepuesto al objetivo de la ganancia, la acumulación y la dominación
capitalista.