Leonardo
Boff – 01-06-2012
Ahora que se aproximan grandes lluvias, inundaciones, temporales,
huracanes y deslizamientos de tierras, tenemos que reaprender a escuchar a la
naturaleza.
Toda nuestra cultura occidental, de vertiente griega, está asentada sobre
el ver. No sin razón la categoría central –idéia (eidos en griego)–
significa visión. La tele-visión es su expresión mayor. Hemos
desarrollado nuestra visión hasta los últimos límites. Con los telescopios de
gran potencia hemos penetrado hasta las profundidades del universo para ver las
galaxias más distantes. Hemos descendido hasta las partículas elementales y el
misterio íntimo de la vida. Mirar es todo para nosotros. Pero debemos tomar
conciencia de que este es el modo de ser de los occidentales y no el de todos.
Otras culturas próximas a nosotros, las andinas de los quechuas, los
aymaras y otros se estructuran alrededor del escuchar. Lógicamente
también ven, pero su particularidad es escuchar los mensajes de aquello que
ven. Un campesino del altiplano boliviano me dijo: «yo escucho la naturaleza y
sé lo que me dice la montaña». Y hablando con un chamán me decía: «yo escucho a
la Pachamama y sé lo que ella me está comunicando».
Todo habla: las estrellas, el sol, la luna, las montañas soberbias, los
lagos serenos, los valles profundos, las nubes fugaces, las selvas, los pájaros
y los animales. Esas personas aprenden a escuchar atentamente estas voces. Los
libros no son importantes para ellos porque son mudos, mientras que la
naturaleza está llena de voces. Y se han especializado en esta escucha de tal
forma que, al ver las nubes, al escuchar los vientos, al observar las llamas o
los movimientos de las hormigas, saben lo que va a suceder en la naturaleza.
Esto me recuerda una antigua tradición teológica elaborada por san Agustín y
sistematizada por san Buenaventura en la Edad Media: la revelación divina
primera es la voz de la naturaleza, el verdadero libro hablante de Dios. Pero
como hemos perdido nuestra capacidad de oír, Dios, por piedad, nos dio un
segundo libro, que es la Biblia, para que escuchando sus contenidos pudiésemos
oír nuevamente lo que la naturaleza nos dice.
Cuando Francisco Pizarro en 1532 en Cajamarca, mediante una emboscada
traicionera, hizo prisionero al jefe inca Atahualpa, ordenó al fraile dominico
Vicente Valverde que con su intérprete Felipillo le leyese el requerimiento,
un texto en latín por el cual se dejaban bautizar y se sometían a los soberanos
españoles, pues el papa así lo había dispuesto. Si no lo hacían, podían ser
esclavizados por desobediencia. Atahualpa le preguntó que de dónde le venía la
autoridad. Valverde le entregó el libro de la Biblia. Atahualpa se lo puso al
oído. Como no escuchó nada, tiró la Biblia al suelo. Fue la señal para que
Pizarro masacrase a toda la guardia real y aprisionase al soberano inca. Vemos,
pues, que la escucha lo era todo para Atahualpa. El libro de la Biblia
no hablaba nada.
Para la cultura andina todo se estructura dentro de un tejido de
relaciones vivas, cargadas de sentido y de mensajes. Perciben el hilo que
penetra, unifica y da significado a todo. Nosotros los occidentales vemos los
árboles pero no percibimos el bosque. Las cosas están aisladas unas de otras.
Son mudas. Hablar es sólo cosa nuestra. Captamos las cosas fuera del conjunto
de relaciones, por eso nuestro lenguaje es formal y frío. En él hemos elaborado
filosofías, teologías, doctrinas, ciencias y dogmas. Pero esta es nuestra
manera de sentir el mundo, no la de todos los pueblos.
Los andinos nos ayudan a relativizar nuestro pretendido «universalismo».
Podemos expresar los mensajes mediante otras formas relacionales e incluyentes
y no por aquellas objetivas y mudas a las que estamos acostumbrados. Ellos nos
desafían a escuchar los mensajes que nos vienen de todos lados. En estos
días debemos escuchar lo que las nubes negras, los bosques de las laderas de
las montañas, los ríos que crecen y rompen barreras, las pendientes abruptas y
las rocas sueltas nos advierten. Las ciencias de la naturaleza nos ayudan en
esta escucha. Pero no es nuestro hábito cultural captar las advertencias de
aquello que vemos y entonces nuestra sordera nos hace víctimas de desastres que
hay que lamentar. Sólo dominamos la naturaleza, obedeciéndola, es decir,
escuchando lo que ella nos quiere enseñar. La sordera nos dará amargas
lecciones.