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Constantino Fernández perdió a su padre en 1936 y en su familia nunca se habló del tema. En 2009, su hija descubrió la verdad sobre su abuelo. Viajaron a España, exhumaron el cuerpo y ella se sumó a la causa por los crímenes del fascismo.
“No digas nada. No preguntes
nada.” En Villanueva de Valdueza, el pueblo donde hace 76 años nació
Constantino Fernández, no hubo grandes batallas, pero las fosas comunes se
multiplicaban bajo los campos sembrados y a la sombra de algún árbol en el
monte. Cuando él era un niño, los mayores hablaban en voz baja. Apenas si
lloraban a los fusilados. La consigna era callar. “Tino” vivió hasta sus 17
años en ese paraje de Ponferrada, provincia de León.
Su padre había muerto cuando él
tenía un año y medio. Se llamaba Antonio Fernández y todos lo conocían como “El
Cesterín”. Araba la tierra de sol a sol en el pequeño pueblo español y, cuando
llegaba la temporada de cosechas, sus cestos hechos con hojas de álamo se
multiplicaban entre los pobladores. Murió a los 24 años, dejando a “Tino”, a un
bebé de meses y a su mujer, que fallecería a los pocos años.
El tiempo pasó y Tino dejó de
hacerse preguntas. Recién a los 75 años, ya de abuelo, supo que su papá Antonio
Fernández es una de las miles de víctimas que se cobró el franquismo. Había
sido fusilado “a consecuencia de la lucha contra el marxismo”, según dice su
acta de defunción. Quien lo descubrió fue Adriana, su hija que hoy conforma la
querella que desde Argentina demanda al Estado español por los crímenes contra
la humanidad cometidos durante el régimen fascista.
Tino se
acomoda en su silla y se aclara la garganta. “¿Me decías...? Ah, sí. Con mi
hermano acabábamos de perder a nuestras abuelas, y una tía que ya vivía en
Argentina nos trajo para Buenos Aires. Fue en el año ’52. Mi papá había muerto
cuando yo tenía un año y medio. Y mamá, cinco años después. Yo me quedé con mi
abuela materna, y mi hermano con la familia de mi padre.”
–Nada. Mi
abuela Luisa me contaba que cuando lo vinieron a buscar, llegaron, lo tiraron
al suelo y, ahí nomás, le empezaron a pegar. Lo apaleaban entre varios,
mientras le sostenían las manos desde atrás, hasta que lo mataron. Pero mucho
no nos querían decir. Todo era silencio por ese tiempo. Mucho después, cuando
ella murió, trabajé de criado arando la tierra en unos campos de un vecino. Y
siempre pasaba uno que me decía: “¿Viste aquellos garbanzos, aquel centeno que
está tan alto en el medio? Eso está abonado con tu papá, él está ahí abajo”.
Era un cuadradito al lado de una carretera donde el pasto crecía muy verde. Yo
pasaba con frecuencia por allí y muchas veces me quedaba sentado mirándolo.
Pensando si podría ser cierto que él estuviera ahí abajo.
–¿Quiénes se lo habían
llevado?
–Mi abuela,
que vio todo, no lo dijo nunca. A mí me lo contó mucho después un vecino de San
Esteban de Valdueza. “El problema fue que en Pedragales tu padre estaba
trabajando cuando unos soldados le dijeron: ‘Antonio, anda a buscar a no sé
quién que tenemos que hablar con él’.” Parece ser que mi padre sabía que iban a
matar a esta persona y, en vez de mandarla para el pueblo, le advirtió que
debía escapar. Luego, dijo que no lo había encontrado. Pero alguien lo delató,
y al día siguiente lo fueron a buscar. Lo mataron, sin preguntar nada.
–¿A quién iban a asesinar?
–Recién este
año, mi hija, Adriana, consiguió develarlo. Querían a Nicasio Astorgano, el
gobernador republicano de San Esteban de Valdueza, donde vivía mi padre. Pero
en ese entonces, no lo sabía. Había un pacto de silencio. No digas nada. No
preguntes. Nadie iba a responder, ni los mismos del pueblo sabían en quién se
podía confiar.
–Usted tenía que sacar sus
propias conclusiones...
–No, no lo
hacía. Las fosas eran algo común. Recuerdo que mi abuela siempre peleaba como
perro y gato con una vecina que teníamos al lado de la casa. Siempre le decía:
“Merecido lo tenías. A mi yerno, tu marido lo podría haber salvado y no quiso y
ahora tú no sabes dónde está el tuyo”. Su esposo pertenecía a un grupo de
falangistas (miembro del partido franquista La Falange) que se dedicaban a
robarle a la gente del pueblo, le sacaban las cosechas, los animales. A los de
su clase, los mataban los mismos franquistas porque eran una mancha para ellos.
Si bien trabajaban para su grupo, no les convenían cuando ya los tenían
demasiado tachados. Pero eso lo supimos mucho después.
–¿Iban a parar también a las
fosas comunes?
–Sí. Y en El Vierzo hubo muchas,
muchísimas. La zona no fue un campo importante de enfrentamiento, pero sí había
muchísimos que apoyaban al bando republicano. Entonces, fue una de las zonas
donde más fosas comunes hubo. Una vez estaba llevando a pastar a las ovejas y
vi cómo un labrador enganchaba con el rastrillo un cadáver. A la gente la
mataban, la tiraban en el campo, entre los yuyos, y nadie decía nada. Se los
enterraba en silencio.
El terrorismo de acá
Adriana
Fernández asiente con la cabeza. Comprende perfectamente lo que es vivir el
silencio. El golpe del ’76 la encontró con trece años. “Muchos me decían que la
Junta había llegado para estabilizar el país. A mi papá nunca lo escuché hablar
de política –“yo siempre pensé que no era sano meterme”, acota Tino–. Me
mandaron a un colegio ultracatólico de la zona donde, salvo excepciones,
estaban con el régimen; en mi familia nunca hubo un desaparecido; en el barrio,
si lo había, yo nunca me había enterado; no tenía compañeros desaparecidos.
Vivía en una burbuja. Me iba comiendo lo que iba leyendo en los diarios, que
los muertos eran todos subversivos. Creí eso hasta que empecé a escuchar otras
voces y caí en que se había vivido un horror que había pasado por alto.”
–¿Qué voces?
–Cuando
comencé a ejercer como catequista. Nunca fui de quedarme a dar una charla. Yo
salía a los barrios, y a los más pobres del conurbano. Por ejemplo, acá en
Tigre, por Villa Garrote o El Palito, que es una villa que ya no existe.
Empezaba a escuchar testimonios sobre personas desaparecidas, de personas que
habían sido torturadas. Cosas que me hacían plantear “¿qué es lo que me
perdí?”. Me empecé a involucrar con las causas de los religiosos que fueron
asesinados. Angelelli y Mugica fueron los dos pilares. Ponce de León, las
monjas francesas.
–Quiso conocer sus
trayectorias
–Quería que
se conozca la historia de esta gente. Porque se hablaba de la madre Teresa, de
iconos que el Vaticano los tenía bien altos. Pero no de los nuestros, era como
que “lo mataron, pero no es un mártir”. En Tigre, tenemos un cura asesinado por
dar una misa cuando los obreros del astillero Astarsa fueron masacrados en la
dictadura. Hay calles con su nombre, Pancho Soares, pero la cúpula de la Iglesia
nunca dejó que se hiciera la denuncia.
–¿Qué le decían sus pares
cuando hablaba de estos temas?
–Me decían
que no era catequesis lo que yo estaba haciendo. Era obvio que estaba tocando
temas que a los curas les molestaban mucho. Creo que me echaron de todas las
parroquias de Tigre. Pero callar, no me callaron nunca. Prefería irme. Jamás di
vuelta el discurso: decir “bueno, para quedarme, lo hago más livianito”.
Además, como yo apoyaba la despenalización del aborto, el matrimonio
igualitario y los juicios de lesa humanidad, me tenían por la oveja negra.
–¿Siempre apoyó estas luchas?
–No. Antes tenía un peso muy
fuerte lo que decía la Iglesia. Fue la dictadura: vi una hipocresía explícita y
cómo desde un poder, el religioso, se puede someter a una persona, haciéndole
creer que si piensa de una manera o la otra va a ir al infierno. El miedo
influye de una manera tremenda, sobre todo en los más pobres. Recién cuando
entendí eso, se produjo el quiebre y pude replantearme el resto. Ahora formo
parte del Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos y enseño la teología
desde otro lugar. Para la Teología de la Liberación, Jesús fue un
revolucionario que creó un movimiento y, por ser fiel a esas convicciones, fue
asesinado. No vemos las cosas tan celestiales, y eso hace que la fe se te
convierta en un motor de lucha. No en una velita para rezar.
Lucha en dos orillas
Sobre su
abuelo no sabía mucho. Hasta hace poco más de un año no se le había ocurrido
asociar su historia con la de la dictadura franquista. Conocía las anécdotas de
su papá sobre su abuelo y las travesuras que hacía en España. “Pero, por muchos
años, creí que había sido víctima de un crimen común, de una pelea entre
vecinos. En 2009 estaba haciendo un curso sobre el Terrorismo de Estado en el
Instituto Espacios para la Memoria, donde estaba la ESMA, y cuando vimos el
tema del franquismo me hizo un click. Yo sabía por lo que me contaba papá que
mi abuelo, Antonio Fernández, estaba enterrado en medio de un campo, en la
montaña. La fecha de su asesinato, 1936, cerraba. ¿Por qué estaba ahí si mi
abuela está enterrada en el cementerio? Ni mi papá ni mi tío sabían por qué lo
habían matado. Entonces me comuniqué con la Asociación para la Recuperación de
la Memoria Histórica (ARMH), en España, a quienes voy a estar siempre muy
agradecida, y les pedí ayuda. Me mandaron el acta de defunción de mi abuelo en
la que decía que fue muerto ‘en la lucha contra el marxismo’.”
Tino se
despabila del sopor de media tarde. “Yo recordaba exactamente dónde estaba”,
cuenta. Ambos sabían que querían exhumarlo. Pero Adriana iría por más: “Justo
cuando estábamos allá se hacían aquí los juicios por la ESMA, lo que me dolió
mucho, por no poder estar presente. Y mientras desde Argentina dábamos el
ejemplo al mundo, en España no hay conciencia, y menos con este gobierno de
Mariano Rajoy. Yo quería justicia, por él y por mi padre, que pudo haber
continuado su vida en su tierra, que se quedó completamente huérfano tan
temprano, por mí misma, que no pude conocer a mi abuelo”.
–¿Sabía que iba a iniciarse la
querella por los crímenes del franquismo desde Argentina?
–No. Pero
tuve la suerte de conocer al juez federal Carlos Rozanski, que me habló de los
juicios de lesa humanidad, que no prescribían, que uno podía apelar al
principio de justicia universal. Si bien me estaba hablando de lo que pasó acá
en Argentina, me dio pie para el paso que iba a dar. Decía también: “No nos
quedemos con el cuerpo, tenemos que buscar justicia”. Porque con el cuerpo,
podés llegar a la verdad. Pero la verdad es estática, la Justicia en cambio es
dinámica.
–¿Eso cuándo fue?
–En diciembre de 2009. A principios del
2010, la gente del Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos me avisó que
se iba a iniciar esta querella y salí disparada. Se presentó la causa en base a
las denuncias de Darío Rivas por su padre y de Inés García Holgado por su
abuelo. La mía por mi abuelo, Antonio Fernández, se integró a principios de
2011. Y por ese tiempo me llamaron de la ARMH y me dijeron que cuándo podíamos
viajar para exhumar los restos. Fue muy fuerte. Apareció todo –dice, y muestra
la foto del esqueleto completo, hallado en el preciso lugar que señaló Tino, en
Villanueva de Valdueza.“Setenta y cinco años ahí, y no le faltaba ni un diente
–apunta Constantino–. Las emociones fueron muy fuertes. Mi hermano tenía dos
meses y nueve días, y yo un año y medio cuando él murió. Ninguno tiene un
recuerdo de él y tampoco había fotos. Hay que ver cómo sale un hueso y el otro.
La cabeza completa. Lo veíamos por primera vez, pero veíamos su esqueleto.”
–Los forenses dijeron que tenía
una herida de arma blanca, un tiro detrás de la oreja y otro por las costillas
–acota su hija–. Aparentemente lo apuñalaron, lo dejaron que se desangrara y lo
remataron de un balazo. Se veía que no fue un fusilamiento así nomás, fue con
saña. Lo hicieron para aleccionar a los vecinos.
Constantino agrega que un
integrante de la Asociación le dijo: “Tino, se nota que este hombre fue
enterrado con todo el cariño del mundo”. Porque al cuerpo le habían cruzado los
brazos, le dejaron puestas las alpargatas y tenía como una almohada de tierra
para que apoyara la cabeza.
“Lo que me
angustia es no poder ponerle un rostro, porque no hay fotos de él. La única
imagen que voy a tener es ésa, y eso es duro –comenta Adriana–. Para colmo,
justo cuando estábamos allá se hacían los juicios por la ESMA y me dolió mucho
no poder estar presente porque se hacía justicia por las Madres de Plaza de
Mayo y por las monjas francesas con todo lo que había hecho Astiz. Además me
chocó mucho todo ese contraste.
–¿Por qué?
–Porque mientras en la Argentina
estábamos dando el ejemplo, en España no hubo un solo funcionario que accediera
a mi pedido de asistir a la exhumación o, luego, al entierro. Sentí que no
había la más mínima voluntad del Estado por hacer memoria. Y quizá tampoco haya
mucha conciencia entre la gente.
Constantino
recuerda que “se acercó muchísima gente mayor a ver la exhumación”. “Sí,
viejitos que durante todos esos años nunca pudieron declarar, contar su verdad
–agrega su hija–. Me dijeron que mi abuelo era una persona con una inteligencia
enorme, con una capacidad gigante.”
–¿Sabían por qué lo habían
asesinado?
–No sabían
si tenía una afiliación política, si era de la UGT (Unión General de
Trabajadores) o de la Casa del Pueblo. Pero todos decían que había sido por
salvar a Nicasio Astorgano, el gobernador de San Esteban de Valdueza, que
después murió en la cárcel. En el pueblo a mi abuelo lo conocían como
“Cesterín” porque el suegro era el cestero, el que hacía los cestos con hojas
de álamo para recoger las vendimias y se nota que él lo ayudaba. Era muy joven,
tenía 24 años cuando murió.
–Lo recordaban a pesar de
haber pasado tantos años.
–Es que era un pueblito chico –dice
Constantino.
Y su hija agrega: “Decían que era
una persona muy querida por todos y que el papá de él, mi bi- sabuelo, murió al
poco tiempo, producto de la angustia por el asesinato de su hijo. Y su mamá,
dicen que iba al portal de la Iglesia de San Esteban y cantaba ‘Cara al sol’,
el himno de la Falange Española, pero con el brazo izquierdo alzado y el puño
cerrado –como los socialistas y los comunistas–. Nadie se atrevía a tocarla,
era una mujer brava”.
–¡Ja! La abuela Josefa –recuerda
Tino.
–A mí siempre
me preguntaron de dónde me venía el zurdaje –remata Adriana–. Bueno, me venía
de ahí, de mi familia.
Informe: Rocío
Magnani.