NEGACION Y OTROS MECANISMOS BAJO LA DICTADURA MILITAR
Con el trasfondo de las investigaciones sobre el exterminio bajo la Alemania nazi, la autora examina los mecanismos psíquicos que, en la Argentina, operaron en los represores, en la sociedad y en las víctimas, durante la última dictadura militar.
Campo clandestino de detención
Monte Peloni, en Olavarría: el juicio por los hechos allí cometidos empezó hace
pocos días.
Por Ana María Careaga *
Primo Levi, en su examen de la Alemania nazi
frente al exterminio, explora los mecanismos de negación que muestran lo que
esa sociedad no quería y no podía ver. “En un Estado autoritario se considera
lícito alterar la verdad, reescribir la historia, distorsionar las noticias,
suprimir las verdades, agregar falsedades: la propaganda sustituye a la
información” (Entrevista a sí mismo). Pero “no obstante –agrega–, esconder al
pueblo alemán la existencia del enorme aparato de los campos de concentración
no era posible.” Se trataba de crear y mantener una atmósfera de terror. Al
analizar las contradicciones vinculadas con un saber no sabido, concluye que
“la mayor parte de los alemanes no sabían porque no querían saber, más aún,
porque querían no saber. Quien sabía no hablaba, quien no sabía no hacía
preguntas, a quien hacía preguntas no se le respondía”. Esos mecanismos también
encontraron su expresión en distintas etapas de nuestra historia. Durante la
última dictadura fue “por algo será”, “algo habrán hecho” “de eso no se habla”,
proposiciones que, funcionando como velo del hecho traumático, después darían
lugar a “yo no sabía nada”, “qué terrible, qué horror”. Y, más tarde, “ahora
hay que olvidar, mirar para el futuro” (Careaga, A. M., “Consecuencias
subjetivas del terrorismo de Estado”, en revista Espacios Nº4, Buenos Aires:
Instituto Espacio para la Memoria, 2012).
Así se iba legitimando, en el plano social y
cultural, un accionar ilegal, un genocidio que apuntaba al control social
colocando la figura de la desaparición como estrategia por excelencia para
lograr ese objetivo. Nadie sabía lo que todos sabían. El secreto a voces, a la
manera del secreto de familia, se extendía, y marcó a fuego la conciencia de
los argentinos a la hora de develarse la metodología de la represión.
En una Argentina subterránea, negada y desconocida,
se multiplicaban prácticas que implicaban un padecimiento indecible. Eran
sostenidas desde ese goce oscuro de los dueños de la vida y de la muerte,
erigidos ellos mismos en dioses, y se expresaba en sus propios dichos a los
torturados inermes: “Nosotros somos dueños de la vida y de la muerte”, “nadie
sabe dónde están”, “no los vamos a dejar morir”, “tenemos el tiempo del mundo
para seguir torturándolos”. Oscar Masotta (El modelo pulsional, 1980) exploró
ese componente constitutivo del sujeto y señaló que estas pulsiones
destructivas llegan a adquirir “virtud ecuménica” para extenderse “por el orbe
entero”. El ensañamiento y obsesión con las víctimas, las burlas, la
satisfacción, la continuidad y repetición en el tiempo, el erigirse en amos de
ese sujeto convertido en despojo ponen en relieve “los más arcaicos deseos de
omnipotencia”, tal como señaló Freud en El malestar en la cultura. En esa obra
Freud plantea su propia “actitud defensiva” ante la idea de la pulsión de
destrucción para finalmente colegir que “la inclinación agresiva es una
disposición pulsional autónoma, originaria, del ser humano” en la que la
cultura encuentra su obstáculo más poderoso. En un gran número de personas esas
tendencias destructivas, antisociales y anticulturales tienen suficiente fuerza
para determinar su conducta en la sociedad.
Hoy, en una suerte de escucha de su propio
discurso en forma invertida, los reos en el banquillo de los acusados asisten a
los relatos de sus víctimas, que describen cómo “todo en el campo de concentración
era una tortura”. La tortura trascendía la búsqueda de información. “No se
podía llorar, no se podía reír, no se podía ir al baño, no se podía hablar”,
todo era castigado mediante la tortura, que, apuntando a la deshumanización, la
despersonalización y la pérdida de la identidad, respondía a cualquier
manifestación de emoción, afecto o necesidad que expresara rasgos de humanidad.
Numerosos testimonios dan cuenta de gente que, en los centros clandestinos de
detención, leía su muerte “en enfrentamiento” publicada en los diarios. Otros
cuentan que la relación entre el adentro y el afuera implicaba “la muerte en
vida”, “transitar la muerte”.
El terrorismo de Estado instituyó como
metodología por excelencia la desaparición. Wolfgang Sofsky, citado por Giorgio
Agamben (Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo sacer III),
dice: “En el acto de matar, el poder se suprime a sí mismo. Por el contrario,
al someter a sus víctimas al hambre y la degradación, gana tiempo, lo que le
permite fundar un tercer reino entre la vida y la muerte”. De eso se trata la
desaparición.
El desaparecido, inerme, ese del que nadie tenía
información, que nadie sabía dónde estaba, ese que no tenía identidad, que no
estaba “ni vivo ni muerto” –al decir de Jorge Rafael Videla–, convertido en un
código, despojado de su nombre en vida, él como un espectro delineó la “muerte
argentina”, al decir de Osvaldo Bayer (en Página/12, el 24 de marzo de 2012).
La específica muerte constituida por la figura de la desaparición forzada de personas.
Esa muerte argentina se expresó en la
incertidumbre que rodeaba a las familias afectadas y a la sociedad en su
conjunto. A cualquiera le podía pasar, la gente desaparecía, se los tragaba la
tierra. Con la desaparición, la eficacia en el efecto buscado, el terror, era
doble: terror frente a la desaparición misma y frente a la potencial
desaparición.
Las madres, los familiares, salieron a hacer
frente a la desaparición de sus hijos, construyendo las respuestas que –como a
sus hijos– no encontraban en ninguna parte. Y dieron cuenta de la desaparición
como la presencia permanente de una ausencia. Construyeron diversos recursos
simbólicos frente a lo real de la desaparición. Y esa búsqueda fue tomando
diferentes formas a lo largo de las etapas de la dictadura. La desaparición se
prolongaba en el tiempo, imprescriptible. Sin vencimiento, como el duelo
imposible frente a una muerte negada, sin inscripción simbólica, perdurando el
hecho traumático del malentendido. Los familiares refieren ese malentendido al
relatar las contradicciones que les generaba dar a su ser querido por muerto
sin tener la información oficial al respecto: “¿Y si vuelve?”, “¿y si perdió la
memoria?”, “¿y si le lavaron el cerebro?” ¿Cómo llevar a cabo el trabajo del
duelo si la realidad trasciende las categorías culturales y por ende los
recursos psíquicos para colegirla? ¿Cómo desasir la ligazón con el objeto
cuando se espera, con la habitación intacta y el lugar en la mesa, su retorno?
El duelo queda así suspendido, se torna latente, a la espera de un cuerpo, un
rito, una piedra, una placa, un acta que lo inscriba en la cultura.
Muchos familiares relatan distintas
circunstancias en las que, en algún lugar, en la calle, creyeron ver con vida a
sus hijos, algunos cuentan que se acercaron a esa persona para ver si era su
familiar desaparecido, otros no pudieron mirar. En todo caso sus vivencias
remiten a un no lugar, a la incertidumbre que la desaparición genera. Luis
Gusmán (Epitafios. El derecho a la muerte escrita) sitúa el nombre como algo no
externo al hombre, como una parte de él que refleja a su portador y que
perpetúa su vida después de muerto, “porque el nombre excede la existencia
vital de un sujeto y hace de un esqueleto un cadáver que necesita una tumba”. Y
escribe: “Que el epitafio exista es insoslayable para la identidad. Saber quién
es el muerto y dónde está su tumba es un derecho. La apelación a ese derecho en
la antigua Grecia se conocía como el ‘derecho a la muerte escrita’, como si el
acto de morir reivindicara póstumamente un ejercicio absoluto del derecho”. De
otro modo, “nos introducimos ya no en la cuestión de la identidad perdida, sino
abolida”.
De allí, agrega Gusmán, la importancia de que el
nombre fuese “pronunciado en voz alta como parte del rito funerario que arrancaba
al muerto por un instante del más allá para traerlo al mundo de los vivos”. El
nombre era el dato central para crear “el vínculo del muerto con la vida”. No
se trata solamente del “derecho a la muerte escrita” sino del derecho de los
sobrevivientes a recuperar el nombre borrado e inscribirlo en la piedra que
funciona así como soporte material de la letra. Osvaldo Delgado (“La dictadura
como perversión y goce oscuro”, en El libro de los Juicios, Buenos Aires,
Instituto Espacio para la Memoria, 2011) señala: “La sepultura es un
tratamiento humano de ese real imposible de simbolizar que es la muerte, no hay
inscripción en el aparato psíquico de la muerte y el velatorio cumple una
función importante. El cuerpo sin vida de un ser humano es un cadáver. El cuerpo
sin vida de un animal es un desecho. La tumba donde está el nombre propio de
alguien es su representación simbólica, más allá del cuerpo”.
Slavoj Zizek (El más sublime de los histéricos),
citando a Lacan, toma el ejemplo de la tragedia de Antígona, con el concepto de
“entre dos muertes”. Aquí la muerte simbólica, en tanto exclusión de la
comunidad, precede a la muerte real. Sin embargo, con la desaparición, a pesar
de que el familiar racionalmente piensa que su ser querido puede estar muerto,
esta representación no puede –literalmente– tomar cuerpo. Así, “el proceso de
historización implica la existencia de un lugar vacío, un núcleo ahistórico
alrededor del cual se articula la red simbólica”. Lacan (Seminario 7: La ética
del psicoanálisis) entiende el propósito de Antígona de dar sepultura a su
hermano planteando que “no se puede terminar con sus restos olvidando que el
registro del ser de aquel que pudo ser ubicado mediante un nombre debe ser
preservado por el acto de los funerales”. Se trata de mantener el valor único
de su ser y ese valor “es esencialmente de lenguaje. Fuera del lenguaje ni
siquiera podría ser concebido”. Con el castigo a Antígona, “su suplicio
consistirá en estar encerrada, suspendida, en la zona entre la vida y la
muerte. Sin estar aún muerta, ya está tachada del mundo de los vivos”.
Antígona, que intenta evitar una desaparición, es desaparecida.
Diferentes actos simbólicos se han ido
construyendo para restituir ese nombre a los desaparecidos. Uno de ellos es, al
finalizar los actos de homenaje, nombrar a la persona recordada seguido del
grito de “¡presente!” Diversas formas de escritura e inscripción del nombre de
los desaparecidos en escuelas, calles, plazas, árboles, baldosas, restituyen
ese nombre ausente. Se reescribe así la identidad arrebatada, como reescriben los
familiares en su progenie sus vínculos parentales. Se trata de una búsqueda
incesante: abuelas que buscan rostros parecidos a los que podrían ser sus
nietos, hijos que, en otros padres de la generación de los suyos, buscan
identidades que, arrancadas, se escriben y reescriben incesantemente.
* Integrante de la cátedra Psicoanálisis
Freud I, a cargo de Osvaldo Delgado, en la Facultad de Psicología de la UBA.
Texto extractado del libro en preparación Consecuencias subjetivas del
terrorismo de Estado (ed. Grama).