Martes, 14 de Febrero de 2012 08:30
(APe).- El
Estado tiene extrañas formas de hacerse presente en la vida de un niño. La
miopía de Matías, a sus 8 años, ya asomaba como un karma que le acompañaría la
vida entera. No fue casualidad, después de todo. La genética ahí tenía bastante
que ver. El día en que mataron a su papá, lo primero que hicieron fue
arrebatarle los lentes. “Antes que ninguna otra cosa, los asesinos le
arrebataron los ojos. Cuando se escapó, prácticamente no lograba ver”, contaría
su hermana Margarita Moreno a los jueces el viernes pasado, en Tandil. En los
primeros años de Matías ese Estado de brazos atroces le asestó una frase como
cuchillada: “no te podés sentar adelante. Los hijos de los subversivos se
sientan atrás”. Iba a tercer grado. Desde entonces, los anteojos se le adosaron
a su cuerpo. El y su hermano Martín supieron temprano de estructuras pesadas y
destempladas que se empeñarían en marcarles los pasos de su crecimiento. “La
teoría de los dos demonios nos hizo creer que mis padres eran eso: demonios. Y
ya después, en el secundario, viví todo un período de idealización que me
impedía acercarme a él, lo había endiosado y de esa manera, mi papá había
perdido todo rastro de humanidad. Me resultaba inalcanzable”, desgranó Matías
en la tarde temprana del viernes en el juicio que encuentra sentados en el
banquillo a 3 militares y dos civiles. A su papá, lo llevaron cuando apenas
tenía un año y nueve meses. Martín, en cambio, tenía escasos dos meses de
gestación en la panza de su mamá. Las vidas de los dos estuvieron
indiscutiblemente marcadas a fuego por el poder. Rearmar la memoria histórica,
juntar de a una cada pieza destrozada del rompecabezas de la historia individual
y colectiva, es algo que les llevará la vida entera. De aquel 29 de abril de
1977 no tienen registro. Probablemente la memoria desnude a veces golpes
rotundos en las oscuridades de Martín. Aquellos días feroces en que cada
instante era percibido para él desde el útero de Susana Lofeudo. Una mujer que
oscilaba entre el coraje desmedido de enfrentar a su vecino, el teniente
coronel Ignacio Aníbal Verdura, exigiéndole el cuerpo de su hombre y la
angustia derrumbadora. “Ahora que ya lo mató, devuélvamelo”, le gritó en la
cara. “Se lo vamos a entregar. Pero no lo traigan a Olavarría”. “¿Tanto miedo
le tiene a un muerto?”, apuró Susana. Feroces monstruos rodearon sus infancias.
Lejos de esa ciudad opresiva y cementera en la que hubieran deseado crecer. No
los dejaron. “Te darás cuenta de que dadas las circunstancias no podés formar
más parte de nuestro establecimiento”, fue la frase cálida de la directora de
una de las escuelas en que Susana daba clases en Olavarría.
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La infancia
de Carlos Alberto “el Negro” Moreno estuvo a abismos de distancia de la de sus
hijos. Su padre, Domingo, era obrero de la vieja Molinos Río de la Plata. Su
mamá, Junigunda Max, portera de la escuela 17 de Olavarría. “Eramos muy unidos.
Ibamos los tres hermanos juntos a buscar a papá a la salida de Molinos. Me
acuerdo también de cuando papá le enseñó a andar en bicicleta a mamá y nosotros
tres corríamos detrás. Cuando papá cobraba la quincena, le preguntábamos
`¿vamos al cine?` y mamá decía `sí, inviten a algunos amigos y a la vuelta vamos
a comer a la pizzería Pepito`. Era linda nuestra infancia. El Gordo, mi hermano
mayor, había conseguido vender el diario y salían con el Negro juntos de
canillitas. Esas monedas él las guardaba en una latita y después las usaba para
comprarse bolitas. No me voy a olvidar nunca de cómo jugaban a la pelota en el
potrero de la esquina y de la gallina a la que le habíamos puesto ´Cuchita` de
nombre y él hasta se la llevaba a la cama”. Ese otro país del relato de
Margarita Moreno en el juicio por el crimen de su hermano fue truncado de un
mazazo. Carlos Alberto pudo estudiar derecho, con una beca del municipio de
Olavarría. Cuando volvió a la ciudad, con el título y un traje prestado para la
gran ocasión, don Domingo creyó que su hijo podría ser un hombre importante.
Hijo de semianalfabeto y trabajador, lo podría hacer entrar a Molinos como
abogado. Don Domingo no entendió, al principio, cuando su hijo le contestó “no
papi, yo estudié para estar del otro lado, para estar junto a la gente como vos
y como mami”. Al Negro Moreno sus clientes le pagaban de las formas más
variadas: “no le puedo pagar, doctor. Pero si quiere, se viene a mi casa y nos
comemos un asadito”. Esa era un clásico. O aquella mujer –reconstruyó
Margarita- “que vino a agradecer y sacó de la cartera un pompón negro y blanco.
Ese perro fue el pago. Mi hermano dijo `se va a llamar LOMJE`. `¿Lonyi? ¿qué es
eso?`, preguntó mi mamá. `Se llama LOMJE. Libres o Muertos, Jamás Esclavos`,
dijo mi hermano”. El símbolo más contundente del padre de Matías y Martín es el
polvillo blanco en las sillas de la sala de espera. Representaba a los obreros
de Loma Negra. Sobre todo a los de la embolsadora. Muchos no llegaban a
jubilarse. Se morían antes de silicosis. Respiraban el polvo que como un veneno
mortal se les iba pegando en los alvéolos de los pulmones. Cinco juicios con
sentencia favorable consiguió. La última firma la estampó en una de las causas
laborales un par de días antes de su secuestro. “¿Cuál fue el delito de mi
hermano? Si él buscaba evitar la muerte de los trabajadores de la embolsadora
de Loma Negra. Si les pedía turnos de 6 horas y no de 8. Si les pedía que les
dieran un vaso de leche a mitad de turno. Y mejoras para que el cemento no
entrara en los pulmones. Habrán dicho ¿qué pretende este abogaducho? ¿Más
gastos para una empresa como Loma Negra?”, relató Margarita a los jueces
Portela, Falcone y Parra.
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En aquellas
tierras que en los últimos decenios del siglo XIX había comprado el productor
agropecuario Luciano Fortabat su hijo armaría un imperio. Fue hacia 1927 que
“don Alfredo” –como quedó en la memoria de la región- pariría la gran cementera
Loma Negra. Es mítica aquella foto en la que José Felix Uriburu está parado
delante del primer envío de cemento salido de aquellas tierras hacia la capital.
Alfredo Fortabat le daría una impronta especial a su fábrica. A diferencia de
aquella otra, asentada en Sierras Bayas, a escasos kilómetros, en que el patrón
de la firma norteamericana Lone Star era un símbolo ausente, el empresario de
origen francés le imprimiría un paternalismo abarcador. Alrededor de cada una
de sus fábricas se construyó la villa. Allí se vivía, se respiraba, se
compraba, se estudiaba, se curaba, se establecían lazos, se amasaban odios
silenciosos. El antropólogo industrial Carlos Paz analiza que “todas las
comunidades vivían de las fábricas. No existían los electrofiltros y la gente
se cansaba de limpiar las casas permanentemente o de respirar polvillos pero
siempre primaba esa cuestión de que mientras hay humo hay trabajo. Y no se
decía nada porque vivían de la fábrica”. Se gestó el modelo de padre-padrone,
heredado luego por su esposa Amalita. La mujer, hoy postrada en silla de
ruedas, llegó a ser una de las mujeres más ricas del planeta y para los obreros
de sus fábricas –aún en los tiempos de despidos y prejubilaciones- seguía
siendo “la señora”. Era fácil caminar por Villa Alfredo Fortabat –como se llamó
al poblado- y escuchar a los flamantes desocupados decir “no, la señora no sabe
nada de esto. Ella no lo hubiera permitido si lo supiera”. Entre 1976 y 1978
Loma Negra Ciasa recibió enormes ganancias como producto de las inversiones en
obras públicas: construcción de autopistas, puentes, edificios públicos y
canchas de fútbol destinadas al gran evento de esa etapa de la historia, el
Mundial 78. Fue el 16 de enero de 1976 en que Amalia Lacroze asumió toda
responsabilidad en Loma Negra. Hacía tres días había muerto su marido y recibió
la empresa como una parte dentro de todo el amplio abanico de propiedades. Sólo
Loma Negra significaba un patrimonio de 8 millones de dólares que la reina del
cemento triplicó en poco tiempo. En 1977 construyó la cementera en Catamarca.
En el 78 subió, producto del aumento del dólar, el valor del cemento en un 20
por ciento. En el 79, subieron sus ganancias otro 25 por ciento. El balance de
1980 ascendía a 165 millones de dólares. La fortuna de Amalita llegó por ese
tiempo a 1800 millones de dólares, según revistas internacionales de negocios.
Se terminó de amasar con los estrechísimos vínculos con Carlos Saúl Menem, a
quien le financió la mayor parte de su campaña electoral de 1989. Las demandas
judiciales de “el Negro” Moreno tenían como sentencia importantes
resarcimientos económicos a los obreros enfermos de silicosis. El pibe de
barrio, el hijo de don Domingo y Junigunda, obrero de Molinos Río de la Plata y
portera de escuela; el chico que llegó a abogado sin tener siquiera una corbata
o un saco que ponerse se le atrevía a la reina del cemento. Basta recorrer el
informe de la DIPBA (Inteligencia Bonaerense) para descubrir los vínculos
secretos y silenciosos entre la multimillonaria empresa y el poder militar y
policial. El Negro Moreno asomaba como una arenilla contra un océano inmenso y
poderoso. Como el apóstol Pedro, AOMA (Asociación Obrera Minera Argentina)
negaría tres y más veces a Moreno. Y por estos días en que uno de sus
referentes habló vía teleconferencia con la presidenta defendiendo la
megaminería y presentándose como un “trabajador”, volvió desde la práctica a
negar a quien alguna vez hace ya demasiado tiempo fue su abogado.
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