Luis Miguel
Baronetto[1]
Las
catacumbas eran los lugares de encuentro clandestino de los cristianos perseguidos
por el imperio romano al propugnar un estilo de vida diferente, subvirtiendo el
orden establecido. Allí celebraban en comunidad y se fortalecían en su
compromiso fraternal, de ayudarse, compartir sus bienes, predicar la justicia y
mostrar un modelo de sociedad donde “ninguno padecía necesidad”. (Hech. 4,34).
Y eso era motivo de persecución y martirio en los circos de Roma, en los
primeros años del cristianismo. Las catacumbas fueron el lugar de las
comunidades cristianas para enfrentar al Imperio.
En
una de esas catacumbas, la de Santa Domitila, 42 obispos de diversos países el
16 de noviembre de 1965, pocos días antes de clausurarse el Concilio Ecuménico
Vaticano II, concelebraron la misa y firmaron el Pacto de las Catacumbas. Entre
esos pocos obispos estuvo Mons. Enrique Angelelli. Él y Mons. Alberto Devoto, de
la diócesis de Goya fueron los únicos firmantes de Argentina.[2]
Decían
en ese documento:
1 – Procuraremos vivir según el modo ordinario de
nuestra población en lo que concierne a casa, comida, medios de locomoción, y a
todo lo que de ahí se desprende. Mt. 5,3; 6,33-34; 8,20.
10
– Haremos todo lo posible para que los responsables de nuestro gobierno y de
nuestros servicios públicos decidan y pongan en práctica las leyes, estructuras
e instituciones sociales que son necesarias para la justicia, la igualdad y el
desarrollo armónico y total de todo el hombre y de todos los hombres, y, así
para el advenimiento de un orden social, nuevo, digno de hijos de hombres y de
hijos de Dios. Hech. 2, 44-45; 4,32-35; 5,4; 2 Cor. 8 y 9; 1 Tim. 5,16.
Estas son dos de las 13 cláusulas
que integran el Pacto de las Catacumbas. Se trataba de un compromiso asumido
personal y colectivamente de vivir la pobreza, de mostrar el rostro de una
Iglesia servidora y pobre, y de trabajar para “la adopción de estructuras
económicas y culturales que no fabriquen naciones pobres en un mundo cada vez
más rico, sino que permitan que las mayorías pobres salgan de la miseria.”(11,b).
A este documento adhirieron después otros quinientos obispos de los 2.500
participantes del Concilio.
Empezando por casa, como quien dice,
en el Pacto de las Catacumbas la mayor parte de las cláusulas expresaban la
decisión de los obispos por un modo de vida en la pobreza, “para ser fieles al
espíritu de Jesús”, acompañando a “los trabajadores y económicamente débiles”. Lo
primero era un testimonio hacia el interior de la Iglesia (“ni oro ni plata, no posesión de bienes
muebles e inmuebles, ni cuentas en los bancos, eliminación de títulos de poder,
como Eminencia, Excelencia…”). Un ejemplo importante para ser más eficaces en
su misión. Un paso imprescindible para contribuir a modificar las realidades
sociales exigiendo a los gobiernos las medidas “necesarias para la justicia, la
igualdad y el desarrollo armónico de todo el hombre y de todos los hombres”.
Propugnaban además “el advenimiento de un orden social, nuevo, digno de hijos
de hombres y de hijos de Dios”.
Este “Pacto” fue precursor de otro documento
colectivo firmado el 15 de agosto de 1967. El “Manifiesto de 18 obispos del
Tercer Mundo”, encabezado por el Arzobispo Hélder Camara, tuvo repercusión
mundial, especialmente en nuestro país porque dio origen a lo que luego se
llamó Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo. “Los cristianos – dijeron los
obispos en ese Manifiesto – tienen el deber de mostrar que el verdadero
socialismo es el cristianismo integralmente vivido, en el justo reparto de los
bienes y la igualdad fundamental de todos. Lejos de contrariarse con él,
sepamos adherirlo con alegría, como a una forma de vida social mejor adaptada a
nuestro tiempo y más conforme con el espíritu del Evangelio. Así evitaremos que
algunos confundan Dios y la religión con los opresores del mundo de los pobres
y de los trabajadores, que son, en efecto el feudalismo, el capitalismo y el
imperialismo”[3].
1968: Angelelli en La
Rioja
Cuando el obispo Angelelli asumió en
La Rioja, en
agosto de 1968, profundizó su compromiso en coherencia con lo que ya era una
opción fundamental de su vida. La pobreza riojana golpeó su corazón; y su
pastoral – palabra y acción – empezó a molestar a los poderosos que vieron
amenazados sus ancestrales privilegios. “Deben caer – dijo en su primer
reportaje – una serie de sistemas que son causantes de las injusticias, de los
desencuentros.”
Como Angelelli, el obispo Devoto, en
Goya (Corrientes) – el otro firmante - también sufrió la temprana persecución a
principios de los años 70. Laicos/as y religiosos/as que con su acción
cuestionaban el sistema capitalista fueron perseguidos y encarcelados. La
doctrina de seguridad nacional, que a partir de 1976 mostraría su cara más
terrorífica, advertía que - como en tiempos del imperio romano - no se debía
modificar el estilo de vida “occidental” y ahora “cristiano”.
A Enrique Angelelli le atribuyeron diversas
ideologías. No las necesitó. Le alcanzó lo mamado en el Evangelio. Y las
búsquedas y reflexiones colectivas que selló con su firma. Aquella “buena
noticia para los pobres” del Carpintero que terminó crucificado por el imperio,
era un peligro mayor, porque desde las entrañas de la propia cultura, con el
sincretismo consustancial al proceso histórico latinoamericano, se potenciaba
la voz liberadora de los pobres contra el sistema de explotación. Esa pastoral
diocesana en La Rioja
fue duramente golpeada aquel 4 de agosto, ante el silencio de báculos y mitras.
Pero aquella semilla regada con su sangre va emergiendo. A 37 años de su
martirio, el reclamo de justicia se hará realidad con la condena de sus
asesinos. Derrotada la impunidad, los pobres y los jóvenes, como profetas de un
pueblo que sigue luchando por la justicia, - como decía Mons. Angelelli – seguirán
señalando nuevos caminos en la construcción de la sociedad justa, fraterna y
solidaria.
[1] Querellante en la Causa por el homicidio a
Mons. Angelelli, en La Rioja
y Director de la Revista Tiempo
Latinoamericano, de Córdoba.
[2] La información hasta ahora desconocida por
nosotros ha sido publicada en el reciente libro de Marta Diana, “Buscando el
Reino”, Planeta, Bs. As., pags. 23-25. Y confirmada documentalmente por nuestro
amigo brasileño P. Oscar Beozzo, historiador y teólogo de la liberación, en su
investigación de los archivos conciliares N° 91, del obispo belga Charles Marie
Himmer, también firmante del Pacto.
[3] Manifiesto de los Obispos del Tercer Mundo, del
15 de agosto de 1967. Publicado en el semanario francés “Temoignage Chrétien”,
el 31/8/67, Pf. 14,b.- Traducido por el CIDOC – Centro Intercultural de
Información, Doc. 67/35, Cuernavaca, México, 1967.